Este pueblo tan chulo es Passignano sul Trasimeno, una localidad muy pequeña justo al borde del lago Trasimeno que casualmente y sólo a poco más de veinte kilómetros de nuestra casa, ya no está en la Toscana, sino en Umbria.
La mañana soleada invitaba a disfrutar y dar una vuelta por el lago en nuestro trayecto hacia la única de las tres pequeñas islas del lago que está habitada, la isola Maggiore.
Al poco de llegar pillamos el barco. Afortunadamente, al ser temporada baja no coincidimos con casi nadie, salvo a la vuelta con dos grupos de estudiantes adolescentes del sur de Italia, lo cual no deja de ser un lujo.
El barco, al más puro estilo de los que surcan a diario la ría de Vigo, suficiente para un recorrido que apenas llegó a los 45 minutos. Una gozada.
Al llegar a la isla, la sensación fue de lo más pacífica: apenas una pequeña barriada de casas de piedra, tres iglesias, otros tantos restaurantes. Todo supertranquilo y bajo el sol.
El caso es que la isla tiene apenas 24 hectáreas y en ella viven de forma fija unos 20 habitantes. Aunque tocan a más de una hectárea por habitante, el trasiego turistil de la temporada alta debe ser considerable. En fin, que tal y como la vimos fue como un pequeño paraíso. De la historia de la isla hay noticias desde el año 817, cuando el emperador Ludovico il Pio le regaló al papa Pascale la ciudad de Perugia y el lago Trasimeno, con sus tres islas, Maggiore, Minore e Polvese.
Y de las cosas más gratificantes que hay que hacer en la islita es completar el recorrido perimetral a través de los senderos, aunque por mucho que te esfuerces, apenas llegan a los seis kilómetros en su conjunto.
Primero se sale del pequeño pueblo en dirección a la finca del llamado Castelo Gluglielmi, que está cerrada, aparentemente en bastante mal estado y sujeta a intervención judicial por algún pufo económico, según comprobamos en un cartel en una de las puertas. Este castelo se construyó como residencia veraniega en el año 1887 por el tal Guglielmi que era un senador ricachón (de ascendencia humilde) que se la dedicó a su propia, Isabela.
Entonces la isla tenía 200 habitantes. Parece ser que a la villa no le faltaba detalle: lámparas de Murano, pinturas maravillosas, alfombras impresionantes, y en ella se organizaban fiestas de las que en los alrededores se exponen algunos documentos gráficos. De hecho en 1894 hicieron un fiestón para inaugurarla. Aquí se ve a lo lejos lo que queda de su antiguo esplendor.
A partir de 1975 se acentuó su decadencia. Hubo varios intentos de restauración por parte de sociedades que acabaron en bancarrota y, a día de hoy, sigue esperando mejores tiempos aunque hay noticias de que pudo ser vendido a un magnate ruso.
Luego tocó subidita bajo el sol hasta una pequeña iglesia, junto a un cementerio bastante cuidado.
Como está en la parte más alta y por supuesto en la isla no hay tráfico rodado, nos preguntamos cómo se las arreglaban para subir los féretros con sus correspondientes difuntos hasta allí. La única alternativa era en carro o directamente a hombros.
El paseo fue magnífico, entre cipreses, olivos, faisanes y hasta urogayos.
Las vistas y el curioso color de lago, espectaculares. El lago es famoso por la batalla que se libró aquí entre Aníbal y el cónsul romano Flaminio, allá por el 217 antes de Cristo. La emboscada del cartaginés tuvo éxito y se cargó nada menos que a 15.000 romanos.
A medida que avanzaba la mañana el sol fue apretando, aunque la verdad es que los senderos eran en su mayoría sombreados y con pendientes suaves.
Ya casi en el pueblo, recalamos en una de las tres iglesias, que estaba cerrada.
La de San Salvatore. Por una escalera ya se volvía al pueblo.
Otra vez en la orilla, estuvimos un rato relajados, como relajados se veían estos cisnes.
Y esperando la llegada del barco, una vez que decidimos que no íbamos a comer allí, sino en Passignano, nos tomamos un pequeño refrigerio en una terraza. ¡Qué dura es la vida del viajero!.
Última foto de recuerdo junto al muelle. La isla pertenece a la municipalidad de Tuoro.
Una vez en Passignano, vagamos un poco por el centro y, sin mucho criterio, preguntamos en esta trattoria que resultó, sin lugar a dudas, el éxito de la semana.
Muy agradables, enseguida nos prepararon una mesa bajo la parra y pudimos probar varios peixes del lago, entre ellos el lucio. Los postres también fueron magníficos. No nos extrañó comprobar despues que la Trattoria del Pescatore sea el restaurante number one de todos los del pueblo, que había unos cuantos. Un sitio realmente recomendable.
Y bien comidos y más relajados, de allí a Asís. La mayoría se echó una siesta memorable en la furgona y en aproximadamente en una hora llegamos a este pueblo memorable cuna de san Francisco. Es patrimonio de la humanidad desde el año 2.000.
La basílica es imponente y el trasiego de fieles continuo. Lo cierto es que aunque el polo de atracción fundamental es la propia basílica, el pueblo es realmente acogedor y muy chulo. Por sí mismo merece una visita.
Eso sí, los cientos de tiendas de recuerdos parecen un parque temático dedicado al santo: un poco empalagoso de más.
La entrada a la basílica, en realidad se trata de todo un complejo franciscano, es gratuita y está controlada por el ejército para prevenir atentados.
Tras el portal, se entra en el Sacro Convento que, además de la comunidad de los frailes que se encargan de la custodia de la basílica. Actualmente aloja el
Instituto Teológico de Asís (ITA), el Instituto de Ciencias Religiosas
(ISSRA), un Centro de documentación y un importante fondo de documentos y
libros especializados en temas franciscanos. En definitiva, que para los franciscanos es su Sancta Sanctórum. Desde el punto de vista artístico, tiene obras como La vida de San Francisco en los frescos de Giotto.
Aunque hablamos de una basílica en realidad son dos, la inferior y la superior, equiparables en tamaño. Dentro también está la tumba del santo.
Parece ser que fue el mismo Francisco quien indicó el lugar en el
cual quería ser enterrado pues era la parte inferior de la ciudad
donde, habitualmente, eran enterrados los “sin ley" y los condenados por
la justicia, por éso se le llamaba Collis inferni. El complejo se terminó de construir en el año 1230.
Más adelante, el papa Gregorio IX llamó a esta zona Collado del Paraiso.
Este lugar, situado junto a la ciudad y a un bosque en su cara norte, y
desde donde se divisa todo el valle de Espoleto, era ideal para la vida
de los frailes.
En el año 1997 se produjo aquí un fuerte terremoto, a consecuencia del cual murieron dos frailes y dos técnicos, que originó grandes desperfectos en todo el edificio que exigieron una restauración importante.
Después de la visita propiamente franciscana, imprescindible cuando se visita Asís, subimos por una empinada cuesta hasta el centro laico por excelencia: la Piazza dei Comune en la que hay una fuente, conocida como los tres leones, realizada por un tal Giovani Martinucci en 1762.
La plaza ha conservado el mismo aspecto a lo largo de los años.
A partir de ahí, iniciamos la bajada casi en picado hasta el aparcamiento donde teníamos la furgoneta, junto a la entrada de la basílica. Lo bueno es que todo el pueblo está primorosamente conservado de tal forma que no hay nada que distorsione. El tráfico, como en otros sitios similares, está restringido a los residentes. Aunque no las usamos, vimos que han puesto escaleras mecánicas para salvar los grandes desniveles y favorecer la movilidad de los miles de turistas que la visitan.
Tras una parada técnica en Santa María delli Angeli para hacer compra en un supermercado, y ya de noche volviendo a casa, decidimos hacer una parada mínima en Perugia que cuenta con un interesante centro histórico por el que podríamos dar una vuelta en poco menos de una hora para conocerlo. A lo mejor no fue realmente buena idea recalar con nuestra furgona en el mismísimo centro buscando un aparcamiento y acabar merced al GPS en un callejón con coches aparcados que hacían poco menos que imposible ir en alguna dirección: ni para adelante ni para atrás.
Fue un rato chungo. Nos detuvimos, valoramos que hacer y, al final, después de media hora de infarto en el que parecía impensable que la furgona saliera mínimamente indemne, las buenas mañas de Paco, que conducía, y del resto de los ayudantes, incluído Alfonso que cogió los mandos, y el fotógrafo, que inmortalizó el momento, obraron el milagro y salimos de allí sin mayores daños que un olor pestilente que sin duda provenía del embrague. Nada grave para un coche que cuando lo cogimos tenía solamente 20 kilómetros recorridos.