lunes, 25 de abril de 2016

(7) Despedida y cierre

Como siempre que se hace algo, viajar, por ejemplo, llega el instante final. Nos marchábamos el lunes 25 de abril, pero el domingo fue de facto la última jornada en la casa. Al día siguiente, de mañana, saldríamos para Bolonia, de regreso y sin el menor disgusto. La estancia en la Toscana se había desarrollado por los cauces previstos. Nos íbamos muy satisfechos.

Decir adiós a estos campos verdes sembrados de cipreses siempre despierta un poso de melancolía, y también el deseo de retornar. Esta es la última imagen de nuestra casita desde la carretera.

Incluso aunque la jornada amenazara lluvia, amenaza que se materializó.


Parte del grupo se fue dando un paseo a Foiano, el pueblo al que pertenece la urbanización, y otros quedaron preparando una señorial comida de despedida.

Mesa con rosas recién cortadas...incluso hubo quien quería cambiar el mantel por otro más acorde con las circunstancias.

Y los dos chefs, Manolo y Paco, a los fogones. Un lujazo de equipo.

Me olvidaba del pinche, de Juanma, que de tan bien que hizo labores auxiliares de pinche raso estaba feliz.

Y así transcurrió el último día, en plan casero para disfrutar y despedir la casita.


Hubo paseo por la finca, análisis de quien viviría allí y el uso que le darían a estas casonas en un modelo de urbanización de alto nivel con parcelas claramente diferenciadas pero accesibles, poco usuales en nuestra tierra.

Resumiendo, un día de descompresión programada para irnos relajados a la mañana siguiente.



Tras las bromas del adiós y la visita de nuestro casero para la revisión de la casa, por supuesto sin problema alguno, enfilamos la autopista dirección Bolonia.


Era lunes festivo (El Día de la Liberación) y la ciudad presentaba un aspecto animado.



Eran solo unas pocas horas y las gastamos sin programa alguno, paseando por el centro. Tras callejear enfilamos el aeropuerto y devolvimos la furgona para pillar el avión directamente a Vigo. Un lujo. Y sorprendente en nosotros, sin planificar qué será de nuestra vida (viajera) allá por el otoño o en la primavera del 2017. ¿Resultará que nos estamos haciendo mayores?.No lo hablamos allí, pero se hablará, seguro.

viernes, 22 de abril de 2016

(6) Paseo por Pisa, Lucca y Arezzo

Aunque la Toscana no es muy grande (tres cuartas partes de Galicia), nosotros estábamos al sureste y la visita a Pisa, al norte, era obligada. Por eso encajamos a Lucca en el desplazamiento, como ya habíamos hecho años antes. La consecuencia fue que una vez más la visita a Pisa se redujo a la torre y los alrededores, así como la parte más próxima de la ciudad. Alguna vez habrá que pensar en dedicar un día al casco urbano de la que fue una poderosa ciudad en los siglos XI y XII.



Al llegar, logramos aparcar cerca del río, en lo que todavía era una carretera pero a solo a quince o veinte minutos del centro. Una suerte.


Sin excesivo esfuerzo localizamos la torre, y esta imagen rodeada de árboles es la primera que tuvimos de la famosísima construcción inclinada.



Era la mañana de un viernes, por tanto día laborable. Pese a ello, la animación y el gentío era enorme. Y  no se debía a que fuera la ciudad natal de Galileo Galilei (quien da nombre a su aeropuerto) o del director de cine Gillo Pontecorvo. La causa es otra y solo una, la inmensa suerte de que su torre no se haya mantenido derecha, que es lo habitual. Claro, y que pese a la inclinación siga en pie.



Como en otras ciudades, varios soldados controlaban el acceso, incluso utilizando un detector de metales móvil. Control antiterrorista.
Por si acaso, habíamos sacado las entrada para subir a la torre un par de semanas antes por Internet. Pero menos mal que preguntamos, pues había que hacer cola y nadie te advertía que no podías subir con bolso alguno. Nosotros lo supimos antes y fuimos a unas taquillas a dejar las pertenencias, mientras la mayoría de la gente se encontraba con la sorpresa tras la espera. Y marcha atrás, a dejarlo todo y vuelta a la cola. Avisamos a los que pudimos, pero no entendimos el motivo de que no colocaran un cartel para evitar este fastidio.


La torre es una maravilla por fuera y más sencilla por dentro. De hecho, su interior es hueco en el centro, y desde la base se ve la cúpula. Y para subir, un escalera perimetral con varias salidas a las balconadas (252 escaloncitos de nada y algo de vértigo para los que disfrutan esta dolencia).


Desde arriba, una impresionante vista de Pisa.


Una ciudad planita, en la que no hay edificios que rompan la armonía.


La torre, que alberga una batería de campanas, se empezó a construir hace casi un milenio (1173) aunque no se terminó hasta 1350. 




Su inclinación es perfectamente visible desde el exterior pese a que los ingenieros lograron reducirla en 38 centímetros hace unos años. Para la obra estuvo cerrada años, reabriéndose en el 2001.


El motivo de la inclinación es sencillo: está contruida sobre un subsuelo de aluvión arenoso y carece de cimientos lo suficientemente sólidos. Le pasa también a otros edificios cercanos, pero la torre es donde se aprecia visualmente. Alfonso quiso echar una mano a los ingenieros para detener su inclinación, pero no se lo agradecieron. Se trata de una imagen original, tanto que no menos de cinco o diez mil turistas se la hacen todos los días, pero la torre erre que erre, a mantenerse torcida.


Junto a la torre están la catedral y el baptisterio, dos obras igualmente majestuosas pero un tanto oscurecidas por la archifamosa torre.


Mármol blanco de Carrara recubre los muros de la catedral.


Y enfrente el enorme baptisterio, que por sí solo sería ya un edificio impresionante. 


En su interior hay una galería superior.



Con un poco de perspectiva se aprecia mejor la fachada de la catedral con la torre en la parte de atrás.


Viendo estas obras magníficas pasamos la mañana, y al terminar nos alejamos un poco para buscar un restaurante que no estuviera pensado exprofeso para turistas, una precaución siempre recomendable. A ciegas aterrizamos en la ostería Rossini, lo que fue una gran suerte. Comimos bien, al aire libre (y eso que un rato antes había llovido, anticipo de lo que vendría los dos días siguientes), muy amable el personal (hasta nos invitaron a varias copas de vino que pedimos sueltas al final, tras acabar las botellas) y además fue la factura más barata de toda la semana. Recomendable.


De tarde, a seguir la ruta. Y si Pisa tiene torre, Lucca tiene la suya, también medieval, pero de ladrillo y rectita. Sin embargo, crecen unas encinas arriba, lo que no es tampoco habitual y por ello se ha convertido en la imagen de esta ciudad de algo más de 80.000 habitantes, más o menos los que Pisa.


Y si en Pisa nació Galileo, aquí el famoso músico Puccini, mundialmente conocido por sus óperas. En la imagen superior, la Piazza del Mercato, de una llamativa forma elíptica. Nos recordó a una plaza de un pueblo español orientada a la celebración de corridas de toros, pero afortundamente, la finalidad es solo el mercado. Menos mal.


Lucca es una ciudad muy agradable, totalmente paseable (llanita, a diferencia de las ciudades toscanas construidas sobre colinas) y manteniendo intacto su casco histórico y su estructura romana con unos comercios chulos, todo muy animado en la tarde del viernes previa a un puente de tres días, ya que el 25 de abril es la fiesta de la Liberación. Se convirtió en colonia romana en el 180 antes de Cristo, por lo que por historia no será.


Esta es la iglesia de San Michelle, espectacular y que le hace competencia a la catedral, también muy famosa.


Aunque tiene el tempo en el medio, en la práctica este conjunto constituye su plaza mayor, donde algunos nos dimos un respiro para descansar. Tras dar una buena vuelta por una ciudad recomendabilísima para callejear, llena de tiendas, restaurantes y todo tipo de establecimientos, iniciamos el regreso. Tuvimos la suerte de terminar en la muralla, construida en los siglo XVI y XVII, y que en el XIX se transformó en un parque. Es de ladrillo rojo y se ha convertido en un circuito de paseo muy atractivo con árboles de gran porte y vistas sobre la urbe. 


Y el día siguiente, ya lluvioso-lluvioso, por aquello de cumplir las previsiones meteorológicas, lo dedicamos a Arezzo, que hoy en día es famosa por ser el lugar de rodaje de La vida es bella, de Roberto Benigni, que ganó tres oscars. Esta basada en la historia de su padre, que pasó tres años en un campo de concentración nazi. En la ciudad han decidido aprovechar la circunstancia y tienen carteles informativos en las plazas que aparecen en la película.



En cualquier caso, se trata, ¡cómo no!, de una ciudad con historia, pero nosotros lo primero que hicimos fue buscar un restaurante con buenas críticas. Curioso, es también carnicería y situado en la planta superior de un piso que mantiene la configuración de vivienda. Y como cerraba tuvimos que comer pronto, pero estuvo bien. Se trata de Il Cervo, como en Pisa, lo recomendamos. Observad las cenefas de la habitación, que son originales y tienen un siglo. Además, el edificio fue una famosa farmacia durante muchos años.



En Arezzo hay cuestas, lo que supone volver a la normalidad tras Pisa y Lucca, pero igualmente mucha historia. Te acostumbras a ver ciudades así, una tras otra, olvidándote de que estás en una región espectacular. A la vuelta, rebobinando, lo percibes mejor.



Arezzo tiene fama de ser una de las ciudades más ricas de la Toscana debido a su industria de fabricación de joyas de oro. Tiene un mercado mensual de antigüedades muy apreciado por los aficionados.



Estas dos imágenes corresponden a su plaza central, la Piazza Grande, donde está el ayuntamiento, que en ese momento acogía una boda.


Tras dar unas vueltas nos dirigimos a Lucignano, un pueblecito de unos 3.000 habitantes donde Juanma y Ana pasaron unas vacaciones de verano años atrás con Milena y Begoña, sus hijas. les apetecía volver a verlo por los inevitables recuerdos. 


Además, es un lugar curioso, un pueblo elíptico en su día amurallado que cuenta con una única calle también elíptica, y por supuesto histórico.

jueves, 21 de abril de 2016

(5) Del lago Trasimeno a la cuna de San Francisco

Este pueblo tan chulo es Passignano sul Trasimeno, una localidad muy pequeña justo al borde del lago Trasimeno que casualmente y sólo a poco más de veinte kilómetros de nuestra casa, ya no está en la Toscana, sino en Umbria.



La mañana soleada invitaba a disfrutar y dar una vuelta por el lago en nuestro trayecto hacia la única de las tres pequeñas islas del lago que está habitada, la isola Maggiore.


Al poco de llegar pillamos el barco. Afortunadamente, al ser temporada baja no coincidimos con casi nadie, salvo a la vuelta con dos grupos de estudiantes adolescentes del sur de Italia, lo cual no deja de ser un lujo.


El barco, al más puro estilo de los que surcan a diario la ría de Vigo, suficiente para un recorrido que apenas llegó a los 45 minutos. Una gozada.


Al llegar a la isla, la sensación fue de lo más pacífica: apenas una pequeña barriada de casas de piedra, tres iglesias, otros tantos restaurantes. Todo supertranquilo y bajo el sol.


El caso es que la isla tiene apenas 24 hectáreas y en ella viven de forma fija unos 20 habitantes. Aunque tocan a más de una hectárea por habitante, el trasiego turistil de la temporada alta debe ser considerable. En fin, que tal y como la vimos fue como un pequeño paraíso. De la historia de la isla hay noticias desde el año 817, cuando el emperador Ludovico il Pio le regaló al papa Pascale la ciudad de Perugia y el lago Trasimeno, con sus tres islas, Maggiore, Minore e Polvese.



Y de las cosas más gratificantes que hay que hacer en la islita es completar el recorrido perimetral a través de los senderos, aunque por mucho que te esfuerces, apenas llegan a los seis kilómetros en su conjunto.


Primero se sale del pequeño pueblo en dirección a la finca del llamado Castelo Gluglielmi, que está cerrada, aparentemente en bastante mal estado y sujeta a intervención judicial por algún pufo económico, según comprobamos en un cartel en una de las puertas. Este castelo se construyó como residencia veraniega en el año 1887 por el tal Guglielmi que era un senador ricachón (de ascendencia humilde) que se la dedicó a su propia, Isabela.  



Entonces la isla tenía 200 habitantes. Parece ser que a la villa no le faltaba detalle: lámparas de Murano, pinturas maravillosas, alfombras impresionantes, y en ella se organizaban fiestas de las que en los alrededores se exponen algunos documentos gráficos. De hecho en 1894 hicieron un fiestón para inaugurarla. Aquí se ve a lo lejos lo que queda de su antiguo esplendor.



A partir de 1975 se acentuó su decadencia. Hubo varios intentos de restauración por parte de sociedades que acabaron en bancarrota y, a día de hoy, sigue esperando mejores tiempos aunque hay noticias de  que pudo ser vendido a un magnate ruso.



Luego tocó subidita bajo el sol hasta una pequeña iglesia, junto a un cementerio bastante cuidado.


Como está en la parte más alta y por supuesto en la isla no hay tráfico rodado, nos preguntamos cómo se las arreglaban para subir los féretros con sus correspondientes difuntos hasta allí. La única alternativa era en carro o directamente a hombros.


El paseo fue magnífico, entre cipreses, olivos, faisanes y hasta urogayos.


Las vistas y el curioso color de lago, espectaculares. El lago es famoso por la batalla que se libró aquí entre Aníbal y el cónsul romano Flaminio, allá por el 217 antes de Cristo. La emboscada del cartaginés tuvo éxito y se cargó nada menos que a 15.000 romanos.


A medida que avanzaba la mañana el sol fue apretando, aunque la verdad es que los senderos eran en su mayoría sombreados y con pendientes suaves.


Ya casi en el pueblo, recalamos en una de las tres iglesias, que estaba cerrada.



La de San Salvatore. Por una escalera ya se volvía al pueblo.




Otra vez en la orilla, estuvimos un rato relajados, como relajados se veían estos cisnes.


Y esperando la llegada del barco, una vez que decidimos que no íbamos a comer allí, sino en Passignano, nos tomamos un pequeño refrigerio en una terraza. ¡Qué dura es la vida del viajero!.


Última foto de recuerdo junto al muelle. La isla pertenece a la municipalidad de Tuoro.



Una vez en Passignano, vagamos un poco por el centro y, sin mucho criterio, preguntamos en esta trattoria que resultó, sin lugar a dudas, el éxito de la semana.


Muy agradables, enseguida nos prepararon una mesa bajo la parra y pudimos probar varios peixes del lago, entre ellos el lucio. Los postres también fueron magníficos. No nos extrañó comprobar despues que la Trattoria del Pescatore sea el restaurante number one de todos los del pueblo, que había unos cuantos. Un sitio realmente recomendable.


Y bien comidos y más relajados, de allí a Asís. La mayoría se echó una siesta memorable en la furgona y en aproximadamente en una hora llegamos a este pueblo memorable cuna de san Francisco. Es patrimonio de la humanidad desde el año 2.000.


La basílica es imponente y el trasiego de fieles continuo. Lo cierto es que aunque el polo de atracción fundamental es la propia basílica, el pueblo es realmente acogedor y muy chulo. Por sí mismo merece una visita. 



Eso sí, los cientos de tiendas de recuerdos parecen un parque temático dedicado al santo: un poco empalagoso de más.


La entrada a la basílica, en realidad se trata de todo un complejo franciscano, es gratuita y está controlada por el ejército para prevenir atentados.





Tras el portal, se entra en el Sacro Convento que, además de la comunidad de los frailes que se encargan de la custodia de la basílica. Actualmente aloja el Instituto Teológico de Asís (ITA), el Instituto de Ciencias Religiosas (ISSRA), un Centro de documentación y un importante fondo de documentos y libros especializados en temas franciscanos. En definitiva, que para los franciscanos es su Sancta Sanctórum. Desde el punto de vista artístico,  tiene obras como La vida de San Francisco en los frescos de Giotto.


Aunque hablamos de una basílica en realidad son dos, la inferior y la superior, equiparables en tamaño. Dentro también está la tumba del santo.


Parece ser que fue el mismo Francisco quien indicó el lugar en el cual quería ser enterrado pues era la parte inferior de la ciudad donde, habitualmente, eran enterrados los “sin ley" y los condenados por la justicia, por éso se le llamaba Collis inferni. El complejo se terminó de construir en el año 1230.



Más adelante, el papa Gregorio IX llamó a esta zona Collado del Paraiso. Este lugar, situado junto a la ciudad y a un bosque en su cara norte, y desde donde se divisa todo el valle de Espoleto, era ideal para la vida de los frailes.




En el año 1997 se produjo aquí un fuerte terremoto, a consecuencia del cual murieron dos frailes y dos técnicos, que originó grandes desperfectos en todo el edificio que exigieron una restauración importante.




Después de la visita propiamente franciscana, imprescindible cuando se visita Asís, subimos por una empinada cuesta hasta el centro laico por excelencia: la Piazza dei Comune en la que hay una fuente, conocida como los tres leones, realizada por un tal Giovani Martinucci en 1762.

La plaza ha conservado el mismo aspecto a lo largo de los años.



A partir de ahí, iniciamos la bajada casi en picado hasta el aparcamiento donde teníamos la furgoneta, junto a la entrada de la basílica. Lo bueno es que todo el pueblo está primorosamente conservado de tal forma que no hay nada que distorsione. El tráfico, como en otros sitios similares, está  restringido a los residentes. Aunque no las usamos, vimos que han puesto escaleras mecánicas para salvar los grandes desniveles y favorecer la movilidad de los miles de turistas que la visitan.



Tras una parada técnica en Santa María delli Angeli para hacer compra en un supermercado, y ya de noche volviendo a casa, decidimos hacer una parada mínima en Perugia que cuenta con un interesante centro histórico por el que podríamos dar una vuelta en poco menos de una hora para conocerlo. A lo mejor no fue realmente buena idea recalar con nuestra furgona en el mismísimo centro buscando un aparcamiento y acabar merced al GPS en un callejón con coches aparcados que hacían poco menos que imposible ir en alguna dirección: ni para adelante ni para atrás.


Fue un rato chungo. Nos detuvimos, valoramos que hacer y, al final, después de media hora de infarto en el que parecía impensable que la furgona saliera mínimamente indemne, las buenas mañas de Paco, que conducía, y del resto de los ayudantes, incluído Alfonso que cogió los mandos, y el fotógrafo, que inmortalizó el momento, obraron el milagro y salimos de allí sin mayores daños que un olor pestilente que sin duda provenía del embrague. Nada grave para un coche que cuando lo cogimos tenía solamente 20 kilómetros recorridos.